Ante la atenta mirada del resto de pasajeros del tren, se quedó ahí, en el andén.
Con la mirada perdida, esperando a que ocurriera un milagro. Tenía un presentimiento.
En aquella bolsa de mano llevaba lo imprescindible para empezar una nueva vida desde cero,
allá donde fuera. No sabía qué le deparaba el destino, pero tenía claro que Barcelona había
dejado de ser la ciudad Maravilla.
Su billete no tenía ningún destino concreto. Esperaba subirse al tren, sentarse al lado de la
ventana y esperar a que uno de sus pretenciosos impulsos la obligara a bajar.
El problema, el puto problema, era que no se veía capaz de volver a dejarlo todo atrás
y deshacerse de sus problemas, así, sin más.
El revisor hizo una última llamada para aquellos pasajeros rezagados que aún no
habían subido al tren y para aquellos que prolongaban sus despedidas, sus abrazos, sus besos…
Pocos minutos después, el tren había desaparecido tras una espesa bruma.
Y allí estaba ella.
Una veinteañera cargada de sueños rotos, con la mirada perdida, en la estación de Sants.
Se dio media vuelta con la intención de esperar al próximo tren que parara en aquel andén,
y al girarse, le vio. Allí estaba él. Una vez más...
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